
Roadtrip por Baviera
Recorrer las carreteras alemanas a bordo de un Audi R8 2020 a su máxima potencia resulta una aventura inolvidable para cualquier amante del automovilismo.
Por Sofía Viramontes
Vamos en carretera abierta, sin autos cerca y en línea recta. Pasamos los 150 kilómetros por hora, los 180, los 260. Es una misión de ensueño. En un viaje por las carreteras alemanas, desde Múnich, en Baviera, y hasta a Salzburgo, en Austria, probamos la bestialidad del nuevo Audi R8 Coupé 2020, con el que llegar a la velocidad máxima no era parte de alguna asignatura periodística, pero se volvió una meta personal. No sólo es un vehículo que cuesta al menos 200 000 euros, sino que se trata de uno que acelera de 0 a 100 km/h en tres segundos y alcanza los 330 km/h. Eso es más de lo que necesita un avión comercial para despegar.
Mientras esperaba en la concesionaria del aeropuerto de Múnich, Audi Sphere, no podía sino repetir en voz baja las siguientes cifras: 320 km/h. Trescientos veinte. Tres-dos-cero. Luego de firmar una serie de papeles, y con las llaves en la mano, fuimos al estacionamiento donde nos encontramos con una larga fila de Audis y VW en espera de ser elegidos. Al fondo, se asomaba un capó amarillo, mucho más bajo que los demás, y desde donde se podía admirar el fascinante Audi R8. Estudié sus ángulos y aristas como quien está descubriendo una piedra preciosa. Daban ganas de abrazarlo y no soltarlo jamás. De un amarillo brillante, imposible y precioso, era nuestro por dos días.
Vamos en carretera abierta, sin autos cerca y en línea recta. Pasamos los 150 kilómetros por hora, los 180, los 260. Es una misión de ensueño. En un viaje por las carreteras alemanas, desde Múnich, en Baviera, y hasta a Salzburgo, en Austria, probamos la bestialidad del nuevo Audi R8 Coupé 2020, con el que llegar a la velocidad máxima no era parte de alguna asignatura periodística, pero se volvió una meta personal. No sólo es un vehículo que cuesta al menos 200 000 euros, sino que se trata de uno que acelera de 0 a 100 km/h en tres segundos y alcanza los 330 km/h. Eso es más de lo que necesita un avión comercial para despegar.
Mientras esperaba en la concesionaria del aeropuerto de Múnich, Audi Sphere, no podía sino repetir en voz baja las siguientes cifras: 320 km/h. Trescientos veinte. Tres-dos-cero. Luego de firmar una serie de papeles, y con las llaves en la mano, fuimos al estacionamiento donde nos encontramos con una larga fila de Audis y VW en espera de ser elegidos.
Al fondo, se asomaba un capó amarillo, mucho más bajo que los demás, y desde donde se podía admirar el fascinante Audi R8. Estudié sus ángulos y aristas como quien está descubriendo una piedra preciosa. Daban ganas de abrazarlo y no soltarlo jamás. De un amarillo brillante, imposible y precioso, era nuestro por dos días.
A bordo del deportivo, me acomodé en la piel negra del sillón, con olor a nueva, intacta. Lo ajusté a mi altura, direccioné los espejos laterales, el retrovisor y ahí estaba, en el centro trasero del coche, el motor con su doble fila de cilindros (un V10) listos para hacer chispas. Parte de la belleza de este auto, que en cuestión de diseño es quizá una de las mejores decisiones de Marc Lichte —el jefe de diseño de Audi—, es que puedes ver el motor. Por supuesto, desde el lugar del piloto no es tan accesible, pero desde afuera se ve a través del vidrio, poderoso. El R8 es un fastback con razón: no hay nadie que no quiera ver ese interior.
El volante, plano de abajo como casi cualquier deportivo (para que quepan las piernas) tiene todo lo que se pide de un auto contemporáneo: volumen, display, teléfono, centro de entretenimiento. Los comandos se van al tablero al que sólo el piloto tiene acceso, donde se ve el mapa, el velocímetro, la temperatura del motor y demás. Hasta ahí, nada fuera de lo común. Pero en ese volante hay tres botones casi mágicos, no por ser únicos, sino por lo que provocan en ese cochecito en el que no caben más de dos personas y una bolsa de palos de golf.
El primer botón, el más importante, es rojo y está al lado del pulgar derecho: sus funciones son el prendido y apagado. Con el pie puesto hasta el fondo del freno, empujo el círculo y el R8 me responde con un rugido que suena en la nuca y alcanza hasta la punta de los dedos al volante. Es un sonido que no había escuchado nunca. Al menos no así, gutural, profundo, fuerte y sensual. Si fuera literatura, sería erótica.
Al conducirlo, la primera sensación es la extrañeza de estar tan abajo: los deportivos se destacan por ser chiquitos, casi al ras del suelo, para aprovechar la aerodinámica al máximo. Tomamos camino hacia la ciudad de Erding, a tan sólo 18 kilómetros del aeropuerto. Nos encontramos con una carretera llena de coches, de un carril y con doble sentido. Resulta más frustrante de lo común al tener ese auto, pero ideal para iniciar con prudencia; estamos lejos de casa, en un país famoso por seguir rigurosamente las reglas, así que aprovecho para explorar la versión más tranquila de las modalidades de manejo, el confort, y sentir el pavimento, tan cerquita de mí, una sensación ajena para alguien que está acostumbrada a manejar un vehículo acondicionado para la Ciudad de México. Sentía cómo el eje delantero respondía a los mandatos del volante, cómo jalaba hacia atrás en respuesta al pedal del acelerador, apenas rozado con el pie derecho, cómo las llantas leían los registros en el piso, los peraltes y las líneas de los carriles.
El camino, a pesar de no dar la posibilidad de ir muy rápido, es muy bonito: La ruta angosta está flanqueada por campo, con trigo y pastos que alimentan a vacas gordas que se miran a la distancia. Pasamos algunas casitas y de pronto se veían áreas con árboles grandes, típicos de Baviera, al sureste de Alemania, como pinos y hayas rojas. El bosque llega hasta Erding, una ciudad de poco más de 35 000 habitantes, atravesada por dos ríos y un bosque digno de los cuentos de los hermanos Grimm, con puentes, caminos escondidos por árboles y casitas de madera con techos a dos aguas, de teja. Es famoso por sus aguas termales y también por la cerveza Erdinger, la de trigo más famosa del mundo. El recorrido fue breve pero bueno. El centro tiene una iglesia con gigantescos vitrales y en el momento en el que pasamos por ahí, las voces del coro retumbaban en sus modestas paredes.
Caminamos por las calles adoquinadas junto a las cuales se levantan casitas de colores, de no más de tres pisos y con ventanas de ático. El centro está delimitado por dos ríos, hacia el oeste está el Saubach y al este el Sempt. Esta ciudad fue una de las primeras en la historia de Baviera en poblarse, allá por el año 520, y además era una de las regiones económicamente más importantes, en gran parte por estos ríos. En 1230, la Casa de Wittelsbach, dinastía poderosísima de la zona, construyó un castillo a la orilla del Sempt para asegurar la zona y fue entonces cuando empezó a crearse la ciudad actual.
Emprendemos el regreso a Múnich mientras se empiezan a ver por el cielo los colores del atardecer. El regreso fue más rápido, perfecto para probar la potencia y el torque. Para hacerlo, usé el segundo botón mágico del volante, el que indica qué modo usar del e-motor. Lo cambié de confort a sport. El auto pasa de ser un Audi de ciudad a ser una bestia de fuerza y velocidad. Hice la prueba cronometrada, seis veces, de llegar de 0 a 100 en 3.2 segundos, que es la cifra oficial. Tres veces no lo logré porque hubo otros coches que se cruzaron, pero las siguientes tres, lo comprobé: De 0 a 100 en tres segundos se siente similar a una caída libre.
Vale la pena una aclaración: A pesar de lo que se cree y dicen, no todas las carreteras en Alemania son libres de límites de velocidad. Como era de esperarse, son mucho más prudentes que eso. Sólo se quita el límite en algunos tramos de las llamadas Autobahn, carreteras federales que tienen cuatro carriles amplios y pavimento en perfecta condición. Además, hay factores que alteran qué tramos no tienen límites, como el clima y la hora del día. Entonces, si es hora pico, llueve o están arreglando, no se puede pasar de los 130 km/h.
Por suerte, en el regreso había un tramo sin límite de velocidad, donde por primera vez en el viaje, el R8 alcanzó los 200 km/h en cinco segundos. Íbamos a doscientos diez y parecía que las llantas estuvieran enrieladas al piso: el volante vibraba levemente, como un recordatorio de que no es cualquier cosa, pero que este R8 rubio puede más.
El segundo día a bordo del Audi R8 nos llevó hasta Salzburgo, Austria, a 185 kilómetros de donde estábamos. Esto implicaba mucha más Autobahn. Para llegar a Salzburgo desde Múnich se tiene que tomar la A8, una carretera preciosa, con carriles gigantescos que recorren una orografía noble que permite curvas amplias, perfectas para no tener que bajar la velocidad antes de tomarlas. Era sábado, no figuraba ni una sola nube en el cielo y todo parecía estarse alineando para lograr la misión.
Primero se toma la A92, donde la noche anterior habíamos alcanzado los primeros 210 km/h, pero al kilómetro y medio de calentar motores, el tránsito se frenó para no superar los 30 km/h. Tener un auto que logra 580 Newton-metro de par máximo y no poder usar ni un tercio de eso es de lo más frustrante, como un castigo mitológico que Zeus impondría sobre alguno de sus vástagos por ser demasiado poderoso.
Era sábado y, ¡por supuesto!, la gente sale de la ciudad, se va de paseo, probablemente a una de las ciudades más visitadas del mundo, famosa por su arquitectura, historia y gastronomía, donde se grabaron muchas escenas de la Novicia rebelde, considerada una de las mejores películas estadounidenses y quizá una de las más vistas en la historia de la cinematografía. Además, en esta ciudad nació Mozart.
Los Alpes empezaban a asomarse a lo lejos y los coches se movían a la derecha desde varios metros antes de que llegara a estar cerca. Alcanzar los primeros doscientos no costó mucho trabajo pero después la gente ya no se quería apartar del carril rápido para poder seguir acelerando. El síndrome del carril izquierdo; supongo que en ningún país nos libramos de los egos.
Doscientos cincuenta y la espalda bien afirmada en el asiento de cuero negro. Los Alpes alemanes pasan rápido a los lados y sólo se mira un borrón verde perfecto. Así nos fuimos unos veinte minutos perfectos oscilando entre los 220 y los 250 km/h.
Salzburgo es un cuento. Una montaña gigantesca divide la ciudad del centro y de la zona residencial, la cual se cruza a través de una serie de túneles destinados a peatones, bicicletas y autos.
La ciudad tiene capas temporales que van desde el neolítico, a la época romana y hasta lo más contemporáneo. La fortaleza que caracteriza a esta ciudad podría tomar un día entero, y caminar por las callecitas y callejones, otro. Por supuesto, esta ciudad también fue muy afectada en la Segunda Guerra Mundial, pues estuvo ocupada por los nazis, al igual que Múnich, pero la reconstrucción ha sido impecable. Desde la catedral hasta el lujosísimo hotel Sacher, construído originalmente en 1866 y donde se creó la tarta Sacher, las construcciones se levantan como si nunca hubiera pasado nada.
Tan sólo estuvimos unas cinco horas, indudablemente insuficientes, pero había poco tiempo para disfrutar del R8 blondo que merecía toda nuestra atención. Así que regresamos al coche y sentimos las miradas de la gente al salir de la ciudad, cruzando por el centro. Las bandadas de turistas se le quedaban viendo, algunos le tomaron fotos; unos niños en bicicleta pedaleaban junto a nosotras y nos hacían gestos de felicitación por el coche. Eso provoca el R8.
Pronto la carretera se empezó a despejar y nos desviamos hacia la A95, con dirección a Oberammergau, una ciudad al sureste de Múnich, casi frontera con Austria pero a la altura de Innsbruck. Ésta es famosa por una representación que hace todo el pueblo de la Pasión de Cristo, pero también por una montaña rusa hecha en los alpes bávaros llamada Alpine Coaster. Ninguna de las dos actividades estaría abierta a esa hora, pues el atardecer ya comenzaba, pero el camino hacia allá iba a permitir probar las velocidades que hacen único a este auto.
Llegamos a una autopista casi vacía de cuatro amplios carriles. La hora dorada tentaba a ir despacio para admirar el paisaje verde y frondoso. Había otro Audi en la carretera e íbamos a la par. Empecé a meter un poco más el acelerador y apreté el último y más divertido botón del volante, un pequeño círculo negro con una bandera de cuadros ondeante. Al hacerlo, el vehículo se transformó en un auto de carreras. Por fuera, el motor ruge y los neumáticos se apresuran más, empujando todo el cuerpo en dirección contraria. Ahora sí, el rubio estaba corriendo a trescientos kilómetros.